Fragmentar el cuerpo, transgredir el texto: la intertextualidad fotográfica en Farabeuf de Salvador Elizondo

David Núñez
13 min readDec 26, 2020

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Buenos días. Soy David y antes de empezar quisiera pedirles que vean la fotografía, con el detenimiento que se observa un suplicio.

Fotografiad a un moribundo –dijo Farabeuf-, y ved lo que pasa. Pero tened en cuenta que un moribundo es un hombre en el acto de morir y que el acto de morir es un acto de dura un instante –dijo Farabeuf-, y que por lo tanto, para fotografiar a un moribundo es preciso que el obturador del aparato fotográfico acciones precisamente en el único instante en que el hombre es un moribundo, es decir, en el instante mismo en que el hombre muere.

Salvador Elizondo, Farabeuf

La primera vez que Salvador Elizondo observó esta imagen fue una tarde de 1962, cuando José De la Colina, un joven de veintiocho años con gafas acartonadas y un traje de dos piezas, le mostró un libro de Georges Bataille. Como De la Colina aclaró en 2006, “la foto esa que él explora a lo largo de todo Farabeuf, la foto del suplicio chino, bueno, por casualidad, resulta que la conoció por mí. […] yo acababa de comprar en la librería francesa Las lágrimas de Eros de Georges Bataille y, yo ni siquiera casi había abierto el libro, y fuimos a un restaurante y entonces Salvador tomó el libro para verlo y desde ese momento se quedó así por la foto: hipnotizado por la foto. Y eso es el libro: una mirada hipnotizada hacia el suplicio chino, ¿no?”

Cuando la observó, como aclara Elizondo, “se fijó en mi mente a partir del primer momento que la vi, con tanta fuerza y con tanta angustia, que a la vez que el solo mirarla me iba dando la pauta casi automática para tramar en torno a su representación una historia” (Elizondo, 2000b: 57). Una vez que la fotografía se impone, Elizondo sufre un proceso lento que transcurrirá por varias etapas. Primero la publicación de la fotografía en el número 7 de la revista S.Nob (15 de octubre de 1962), con una frase editorial: “Ya tengo ante mis ojos esa imagen y todas las crucifixiones se vuelven banales. Esto es el éxtasis” junto con una cita de Thomas de Quincey. Después, conformó un cuento extenso, como apunta en su diario el 4 de marzo de 1963, “estoy madurando mi relato sobre el supliciado de Pekín, que ya había yo empezado pero destruí. Creo que ahora quedará mejor. […] Lo del supliciado me gustaría publicarlo en la Revista Mexicana de Literatura”. Meses más tarde, Elizondo decidió escribir una macrohistoria, una novela que publicaría en 1965.

La imagen que están observando es, también, el retrato más célebre del Leng T’Ché o la tortura de los cien pedazos.

Las lágrimas de Eros, publicado en 1961, reúne los postulados artísticos y filosóficos que encumbraron al francés. Para ello, Bataille recaba en gigantes acervos iconográficos (en colaboración con J. M. Lo Duca), e integra el texto teorético en una simbiosis donde desfilan imágenes paleolíticas, pinturas manieristas, obras de Rubens y Goya, hasta llegar a las fotografías incluida en una serie, compuesta por cinco imágenes, entre las que destaca la que Elizondo reprodujo, y que dan pie a un texto que encumbra la idea capital del filósofo: no hay mayor delirio estético que la muerte.

El rito del Leng T´ché es hermoso en su monstruosidad, en el sentido freudiano de lo siniestro, al deleitarse con elementos que deben permanecer secretos y se revelan en orden específico. Primero se eliminaban los sentidos. El primer movimiento del verdugo consistía en extirpar los ojos, después orejas, lengua, nariz… “El supliciado nunca grita. Los sentidos quizá se vuelven sordos a tanto dolor.”, narra en Farabeuf. Después, cercenan las extremidades, emasculan y continúan con diferentes miembros hasta confirmar su nombre Leng T´ché o de los cien pedazos. Al final, la cabeza o el corazón eran arrancados, símbolo de haber practicado, con limpieza, la tortura reservada para los crímenes más cruentos.

La ceremonia buscaba más allá de infligir el mayor sufrimiento posible; tenía fines sociales, al amedrentar a los posibles infractores; estéticos, los verdugos buscaban realizar la mayor cantidad de cortes sin que el supliciado expirara -en la dinastía Ming perfeccionaron a trescientos cortes durante tres días en los que la víctima aspiraba opio para contener a la muerte-, y, sobre todo, espirituales, proyectaban la revelación por medio del dolor; símil de “La colonia penitenciaria” de Franz Kafka.

El 10 de abril de 1905, Louis Carpeaux asiste a una de las últimas representaciones de la tortura, ocho años después publica el libro Pekín desconocido, donde reúne una serie de clichés Verascope, relata el procedimiento y la historia de la víctima; no sólo popularizaría la ceremonia sino redefiniría la relación entre Oriente y Occidente. En 1913, las fotografías circulaban en París, la gente las comentaba en los cafés, en círculos culturales, en la calle, asombrados por la brutalidad contenida en la tortura asiática que Fu-Tchu-Lí popularizó pero que miles de criminales sufrieron entre el 900 y 1905. Tanto obsesionó a occidente que, cien años más tarde, se amedrenta con la promesa de infligir una tortura china.

De igual forma, las imágenes cimbraron el arte. En la pintura, Gutiérrez Solana la plasma en su cuadro “Suplicio chino”, donde convierte a la víctima en un republicano español que se asemeja al Sebastián de Boticelli.

En la literatura, en 1963, Cortázar la describe en Rayuela:

Y mirando mejor se alcanzaba a ver que el torturado estaba vivo porque un pie se desviaba hacia fuera a pesar de la presión de las sogas, y la cabeza estaba hecha hacia atrás, la boca siempre abierta, en el suelo la gentileza china debía haber amontonado abundante aserrín porque el charco no aumentaba, hacía un óvalo casi perfecto en torno al poste. “La séptima es la crítica”, la voz de Wong venía desde muy atrás del vodka y el humo, había que mirar con atención porque la sangre chorreaba desde los dos medallones de las tetillas profundamente cercenadas (entre la segunda y tercera foto), pero se veía que en la séptima había salido un cuchillo decisivo porque la forma de los muslos abiertos hacia afuera parecía cambiar, y acercándose bastante la foto a la cara se veía que el cambio no era en los muslos sino entre las ingles, en lugar de la mancha borrosa de la primera foto había como un agujero chorreado, una especie de sexo de niña violada de donde saltaba la sangre en hilos que resbalaban por los muslos. Y si Wong desdeñaba la octava foto debía tener razón porque el condenado ya no podía estar vivo, nadie deja caer en esa forma la cabeza de costado. “Según mis informes la operación total duraba una hora y media”, observó ceremoniosamente Wong. La hoja de papel se plegó en cuatro, una billetera de cuero negro se abrió como un caimancito para comérsela entre el humo. “Por supuesto, Pekín ya no es el de antes. Lamento haberle mostrado algo bastante primitivo, pero otros documentos no se puede llevar en el bolsillo, hace falta explicaciones, una iniciación…”

Y, sobre esta fotografía, Salvador Elizondo decidió en 1962 que iba a componer su primera novela. El reto genial no radica en contar una historia a partir de esta fotografía, sino convertir la fotografía en novela. Con esto, Elizondo conforma la historia que Georges Bataille abandonó: “trato de representarme, a mí mismo y con esmero, lo que esos personajes sentían en el momento en que el objetivo fijó su imagen en la lente o en la película”, confesó.

Así, la reproducción del suplicio chino transita de detonante inspirador a eje argumental y construye tres historias en torno al martirio: la replicación litúrgica en una casa en París, el paseo de dos amantes por una playa normanda que corren hacia una casa donde copularán extasiados por la fotografía del Leng T’ché y la obtención de fotografía en una plaza china. Las tres historias confirman la idea de que Farabeuf es una narración, contradiciendo la postura de John Bruce-Novoa y de Rolando Romero de que Elizondo no cuenta, ni siquiera habla de algo. En ellas, la imagen funciona como leitmotiv y permite la relación temática entre los niveles, así como la interacción de las estructuras “que interactúan, se interfieren y se autoorganizan jerárquicamente”, como determina Iuri Lotman.

Elizondo fiel a la representatividad iconográfica, decide respetar el elemento histórico y sólo tergiversa el año en que es retratado el suplicio. Ancla el día, cuatro años antes, el “29 de enero de 1901, época en que las potencias europeas habían ocupado militarmente ciertas ciudades de la costa nororiental de China para garantizar la seguridad de sus nacionales después de la cruenta rebelión de los miembros de la sociedad I jo t’uan mejor conocidos como los Boxers.”

¿La razón? En 1901, China vivía una guerra sagrada peleada por iluminados que decidieron salvar a su país del influjo colonialista de occidente, el primer enfrentamiento del siglo XX. En cambio, en 1905, cuando Carpeaux retrata a Fu Tchu Lí, faltaba un año para que se firmara la primera constitución china, lo que convertiría al país en una monarquía parlamentaria, tenía un emperador infantil y un país devastado por las guerras continuas; se desquebrajaba el imperio. Acierto, pues como refiere Rolando Romero, “la manipulación de los hechos en la tortura de Fu Chu Lí comprueban que a Occidente no le interesan los detalles históricos. Una víctima es igual a otra. Lo que importa es el proceso.”

Después de entablar la trama para su novela y que la fotografía funja como vaso comunicante, determina a los personajes. Los teóricos debaten sobre cuántos transitan por la novela, en disímil respuesta. Considero que son cinco, por su presencia como por su función ritualista: Farabeuf (el torturador), Fu-Tchu-Lí (el torturado), La Enfermera (la víctima sacrificial) y él-ella (la concurrencia).

Fu-Tchu- Lí fue un hombre ajusticiado en la plaza Ta-Tché-Ko de Pekín una mañana de abril de 1905. Jerome Bourgon afirma que Fu-Tchu-Lí era guardia al servicio del príncipe mongol Aohan. En la víspera de año nuevo (febrero de 1905), Asesinó al príncipe por razones profundas. El día que Fu-Tchu-Lí se casó, el príncipe exigió su derecho de pernada, como la tradición lo marcaba, lo cuál ocasionó la furia del supliciado. En nombre de su amada y del honor, Fu-Tchu-Lí terminó con la vida de un monarca y se reivindicó. Por ello fue condenado a la tortura más cruenta. Como aclara Carpeaux “es un pobre diablo: si hubiera podido pagar al verdugo, la hoja le hubiera atravesado el corazón…” Sin embargo, Elizondo descarta la causa del asesinato, sólo le interesa el hecho que reivindica el suplicio, al igual que a Bataille.

De esta forma, la imagen y el texto que reproduce Bataille no sólo es el detonador sino la guía histórica, sino fuese porque detrás de las imágenes se oculta un peculiar trasfondo histórico que Elizondo desconoció en el momento de la creación y que hubiese dado un giro fundamental a su obra.

Cuando Georges Bataille investiga sobre el Leng T’ché, encuentra dos series de imágenes: las que tomó Louis Carpeaux con el texto explicativo sobre Fu Tchu Lí y una serie de Georges Dumas que publicó en su Tratado de psicología en 1932. Las dos retratan la misma tortura, el problema es que Bataille trastoca la historicidad de las imágenes.

Bataille conoce las imágenes de Dumas y duda de la autenticidad del suceso, pero, le imputa que “sin motivo alguno, lo atribuye a una fecha anterior”. En su libro, Dumas aseguró que las fotografías se tomaron en 1880 y que se las proporcionó un desconocido Dr. Defosses. Por ello, Bataille busca en los archivos y encuentra la serie fotográfica y el texto que publicó Louis Carpeaeux en 1913, y, de forma sorprendente, decide emparentarlas: los elementos históricos que relata Carpeaux con las imágenes de Dumas, sin importarle que no correspondan.

Esta es la foto de 1905 y, como argumenta Rolando Romero, “Estas fotografías, sin embargo, no son las del Fu Chu Li histórico cuyo suplicio documentó Carpeaux. Al ver las fotos, el lector fácilmente puede establecer las diferencias, ya que los sometidos a suplicio, los verdugos y el lugar del suplicio en las dos series fotográficas son distintos.

El torturado en las fotos de Dumas es más delgado y el trasfondo del suplicio es diferente, lo que indica que la plaza no es la de Ta-Thcé-Ko. Las fotos de Dumas están retocadas y recortadas, concentrándose en la figura del sentenciado, sobre todo en el rostro.”

Son diferentes imágenes, diferentes épocas. Las de Carpeaux no son tan violentas, en menor grado inmersas en éxtasis sacro. Por lo que Bataille premió la fuerza estética sobre la repercusión sociocultural de las fotografías.

Desliz que marcó a Salvador Elizondo que, por tratar de apegarse a la realidad histórica que Bataille dicta, termina deformando aún más la “pretendida” historicidad. Elizondo no conoció este lapsus historiográfico en su momento y, hasta donde sé, en ninguna entrevista habló de ello. Sin embargo, fue un acierto, pues si la imagen hubiese sido la de Carpeaux o la historia de Dumas, Farabeuf no se hubiese concretado. Ahora, la historicidad de Elizondo no convierte a su primera novela en una obra maestra. Los elementos que determinaron que hoy, casi cincuenta años después de su publicación continuemos hablando de la novela, es su proceso ecfrástico.

La primera forma en que se emplea la écfrasis es la descripción inanimada de la fotografía: “Nota también la actitud de ese hombre situado en el centro de la fotografía entre el verdugo Manchú y el Dignatario; trata de seguir todas las etapas del procedimiento y para ello tiene necesidad de inclinarse sobre el hombro del espectador que está a la derecha.”

La segunda táctica ecfrástica la deforma en juego lúdico, al contar lo que ocurre fuera del encuadre, donde perviven los perros que se deleitan con la necrofilia; los faroles encendidos bajo la lluvia y dos extranjeros que escapan maravillados de una ejecución que muchos años después repetirán frente a una placa fotográfica, pues “De esta imagen se puede deducir toda la historia. Se trata de un símbolo, un símbolo más apasionante que cualquiera otro.”

Más allá de la transcripción de la imagen, Elizondo conforma un iconotexto, que, como Luz Aurora Pimentel determina, “no sólo la representación visual es leída/escrita –de hecho descrita — como texto sino que al entrar en relaciones significantes con el verbal le añade a este último formas de significación sintética que son del orden de lo icónico y de lo plástico, construyendo un texto complejo en el que no se puede separar lo verbal de lo visual: un iconotexto.” El novelista mexicano tergiversa la idea ecfrástica y utiliza la esencia fotográfica como vinculación intertextual estructural, como, con la música lo materializa Alejo Carpentier en El acoso y Thomas Berhard con El malogrado, con el resultado creativo de la convergencia estructural entre las formas literarias y fotográficas, donde el supliciado converge en el armado del texto.

Al retratar un suplicio, Elizondo determina que la macroestructura sea un texto desmembrado; no en una narración en contracampo, como lo haría Faulkner o Vargas Llosa, sino fragmenta el texto en los 249 bloques que componen Farabeuf.

Elizondo resquebraja la trama, pues cada fragmento muta, lo que genera el desconcierto lectivo, en variaciones que alterna de acuerdo a la teoría del montaje cinematográfico de Einsenstein y la concreción -de sentido léxico y movimiento visual- del ideograma chino.

Por ello, la novedad de Farabeuf no es la fragmentación, como Severo Sarduy desarrolla en Cobra -historias que se arman como un simple rompecabezas o que no concretan- sino la variabilidad y el sentido que se encuentra en su acomodo. Como aclara Maurice Blanchot, la fragmentación va más allá de separar un texto en sus partes, es un proceso entre escritura y desciframiento.

El segundo elemento que Elizondo dilucida es la característica más importante de la fotografía: su instantaneidad. Decide apresarlo y generar la “crónica de un instante”. Oxímoron que se concreta en la transposición de la imagen al texto, como determina Julia Kristeva, “el paso de un sistema significante a otro exige una nueva articulación de lo tético — de la posicionalidad enunciativa y denotativa”. Las características textuales de la imagen –la espacialidad que contiene, el reflejo de un instante desmembrado en la eternidad, la estaticidad recurrente- le permiten crear el vínculo intertextual.

Para confirmar el oxímoron -al ser la literatura un arte temporal, sucesivo, que se contrapone a la perpetuidad de la imagen- el escritor mexicano no sólo distiende sino logra detener el transcurrir temporal al narrar un instante desde diferentes perspectivas, con lo que destaza la cronología sin marcas explícitas que anclen al lector mientras el tiempo de la narración discurre. Para que se concrete el instante, el momento más íntimo de la cronología, debe desmenuzar las inmanencias restantes (tiempo externo, psicológico, sagrado, profano y eternidad) desde la literatura y romper con la sucesión temporal con tres estrategias hilvanadas: la repetición, el palimpsesto y alternar el punto de vista, donde la idea principal se desvirtúa o se desarrolla. “Y entonces me abandoné a su abrazo y le abrí mi cuerpo para que él penetrara en mí como el puñal penetra en la herida…” (142), fragmento que se replica tres capítulos después, “Ella, mientras tanto, pensaba, ‘Y me abandonaré a su abrazo y le abriré mi cuerpo para que él penetre en mí como el puñal del asesino penetra en el corazón de un príncipe legendario y magnífico…” (184). Elizondo dice, no repite; es la simultaneidad de las acciones, no deja-vú; es el relato de una fotografía.

Si la tortura se basa en la contemplación, la cámara desentraña los misterios de la tortura, la palabra la sacraliza y las estrategias discursivas se concretan: conforma un palimpsesto en su diégesis y en concreción, donde funde discurso y relato a partir de una imagen — detonante del tema, que consolida la trama, despliega a los personajes y conforma la estructura, la unión de la composición fragmentada y la relentización del tiempo-, lo que permite que el lector, en lectura extratextual, reconstruya el suplicio del Leng T’ché, aprese el instante y concrete la lectura sacralizadora. De esa forma se construye una obra maestra y se conforma una estética.

Observen la imagen con el detenimiento que se observa un suplicio y, como dice Elizondo, “Si hay alguno que no crea lo que sigo, que contemple esta imagen, y si está solo que se encomiende al que desde aquí lo mira, porque esto es un espejo.”

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David Núñez
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Investigador y narrador digital. Doctorante en Comunicación Digital y Maestro en Letras por la UNAM. Profesor de Narrativa, Literatura Electrónica y Creatividad

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